Soy Andrea López Zanón. Y a veces parezco un hombre. Hasta el punto de que, un día, en mitad de la calle (y esta es una historia totalmente verídica), un puñado de críos de unos ocho o nueve años se preguntaban entre ellos si la que caminaba distraída por el paso de cebra era un tío o una tía. Solo llevaba unos pantalones anchos y una camiseta deportiva. El pelo recogido en una coleta bien alta y una sudadera caída sobre el hombro. Pero yo seguía siendo yo. Andrea López Zanón.
No voy a decir que aquello me resultara agradable. De hecho no lo fue. Que te confundan con algo que no eres, a cualquiera de los niveles, no es plato de buen gusto para casi nadie. Aun así, tengo que darle las gracias a ese puñado de críos inocentes. Aquella experiencia me dio qué pensar. Consiguió cambiar algo en mi forma de ver la vida. Con el tiempo me dije a mí misma: ¿Por qué tienes que parecer una mujer? ¿Quién dice cómo tenemos que ser? ¿Es que es necesario llevar rimel y pintalabios? ¿Es que es indispensable sentarse con las piernas cruzadas y llevar las orejas agujereadas?
Después de eso recuerdo que solo podía sentir una profunda rabia. Era la misma historia de siempre. Las apariencias pasando por encima de tu propia personalidad. Tu imagen enviando mensajes de ti misma que ni siquiera tienen por qué ser verdad. Tu ropa constituyendo una definición irrevocable sobre tu manera de pensar, sobre tu forma de ser, sobre tu personalidad. En esta sociedad, lamentablemente, no importa cuán mujer te sientas. No importa lo femenina que puedas llegar a ser. Si un día te apetece ponerte unos pantalones anchos y una camiseta deportiva nada más vale. Si un día quieres caminar espatarrada o cambiar el vestido de gala por unas zapatillas, un reloj muy grande y una colonia masculina nada más importa. El resto se estarán planteando qué llevas entre las piernas. ¡Eso es una soberana idiotez!
Socialmente hablando, todos tenemos un rol asignado. Un rol que se otorga en el momento en el que la matrona, o el matrón, exclama aquello de: “¡Es una niña!”. A partir de ahí, aunque suene muy crudo, ya sabes lo que toca para el resto de tu vida: tacones, vestido, falda y escote. Ya sabes quién, por lo general, abrirá la puerta de su casa mientras su marido descansa plácidamente en el sofá. Ya sabes quién preguntará a quién qué comida le apetece más. Ya sabes quién conducirá y quién será la copiloto. Ya sabes quién será la protegida y quién el protector. Ya sabes quién será la puta y quién el gigoló. Quién entrará gratis a una discoteca con una falda de cuarenta centímetros y quién no. ¡Ya lo sabes todo!
No se trata de una cuestión de estética. No se trata de una cuestión de vestuario. Ni siquiera de una cuestión de gustos. Es algo mucho más trascendental. Estamos hablando de machismo encubierto. Y que no nos engañe su naturaleza débil y sutil. El machismo encubierto se manifiesta en fórmulas tan aceptadas en la sociedad que prácticamente nadie puede identificarlas como discriminatorias. Pero nada más lejos de la realidad. Son esas estructuras silenciosas las que alimentan al monstruo. Y no hay que olvidar que el rol que cada persona asume, cuando es estandarizado e invariable, cuando escapar de él acarrea una desaprobación social o un conflicto, no hace sino respaldar aquello contra lo que tratamos de luchar desde hace tantos años: la desigualdad entre géneros, es decir, la antesala de la violencia machista.
En este sentido me alegro de parecer un hombre. ¿Y por qué no? El rol social que asumimos es como un vestido invisible. La tendencia es tradicionalmente la misma: “Yo soy una mujer… siempre tengo que ponerme el vestido de mujer”. “Yo soy un hombre… siempre tengo que ponerme el vestido de hombre”. ¡Pues no! ¿No será más divertido levantarte cada mañana y ponerte el vestido social que te dé la gana? ¿Tenemos que estar sometidas y sometidos a los cánones que se nos imponen a través de la cultura y las estructuras sociales? Eso es aburrido, y a veces poco inteligente.
Sinceramente encarnar el rol que cada uno quiere encarnar, en el momento que a cada uno le apetece, es lo más dinámico y enriquecedor. Puedes sentir en tu propia piel la otra cara de la moneda. Te colma de empatía. Te deja explorar tu personalidad. Hace que te conozcas más. Es divertido. Te motiva a evolucionar. Es el súmmum de la libertad de expresión. Es sano. Es natural. Y debería de ser lo más habitual.
El problema es que pasar por encima de tanto prejuicio social y cultural es complicado. Exponerte a lo que puedan pensar los demás y desvincularte por completo de la necesidad de aprobación requiere de mucho esfuerzo. Para cambiar de vestido social, para dejar de alimentar a la bestia que es la desigualdad de género, hacen falta muchos ovarios. O muchos cojones. Depende de cómo te sientas ese día.