Juan Pedro Serrano Latorre, Secretario General PSPV-PSOE La Pobla de Vallbona
Ha pasado una semana desde que se celebraron elecciones a la Asamblea de Madrid. Pocas personas dudaban de la victoria de la señora Ayuso, pero no todas pensaban que esta se produciría de manera tan contundente. No me resulta fácil explicar el motivo de este éxito incontestable, y me cuesta mucho entender el resultado: ¿Qué ha llevado a los madrileños y madrileñas a votar de manera masiva a la candidata del partido que ha gobernado su Comunidad, durante veintiséis años, a lomos de la corrupción? ¿Por qué confiar ciegamente en quien está gestionando de manera tan poco solvente y temeraria la mayor crisis sanitaria que hemos padecido en un siglo? ¿Por qué avalar una propuesta de gobierno que favorece la privatización de los servicios públicos, la bajada de impuestos a las grandes fortunas, o la venta de vivienda pública a fondos buitre, aun a costa de dejar en la calle a miles de familias? ¿Por qué consentir que la líder del partido que promulgó la ley mordaza, que gobierna con el apoyo de la ultraderecha y acepta sin chistar sus postulados más radicales, prostituya de manera tan flagrante, grosera y falaz, la palabra libertad?
Analistas, politólogos y opinadores responden a estas preguntas censurando el mal planteamiento de campaña y la equivocada estrategia de explicación de propuestas que han diseñado los partidos de izquierda. Por contra, elogian en la derecha su dominio de las técnicas de marketing político, que se ha impuesto con claridad a la realidad de los hechos, esa cruda realidad que no ha sabido revelar la izquierda. Estos argumentos me parecen razonables, desde luego, pero los considero insuficientes: ¿Qué pasa con los y las protagonistas del proceso?, ¿en qué lugar situamos a los votantes?
Suele decirse que quienes votamos no nos equivocamos, no importa por quién lo hagamos. Habitualmente se nos exime de responsabilidad, y, en caso de fracaso electoral, se culpa a los políticos de turno por no haber sabido movilizarnos, ilusionarnos, explicarnos sus propuestas, convencernos. Sin embargo, es mi voto el que decide, y soy yo quien lo emito de forma libre, responsable, razonada y, se supone, que después de analizar las diferentes propuestas que me presentan, y tras haber reflexionado y tenido en cuenta experiencias de gobiernos anteriores. Es mi obligación sospechar de quien renuncia a explicar su programa y prefiere entretenerme con gracietas, chascarrillos y ocurrencias. Soy yo quien debo comparar lo que un candidato o candidata me vende con lo que en realidad demuestra que hace en su día a día de gobierno u oposición. Y, por supuesto, también soy yo quien escucha y lee de manera crítica artículos y opiniones interesadas, dirigidas a orientar el sentido de mi voto. ¿O no es este el proceso que seguimos antes de acercarnos a la urna? Sospecho que, en muchísimas ocasiones, votamos con las tripas y no con la cabeza, en un acto irracional, absurdo, que algunos llaman voto de castigo, y a mí me parece un suicidio; metafóricamente hablando, claro.
Dice Jason Brennan que “la calidad de los políticos refleja la calidad del electorado”, y, aunque su teoría sobre la epistocracia me parece inaceptable, y no la comparto en absoluto, creo que esta afirmación suya bien merece una profunda reflexión.