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Todos y todas somos los otros

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Juan Pedro Serrano, secretario general del PSPV de la Pobla de Vallbona

Samuel Luiz, un joven de 24 años, fue asesinado el pasado sábado a las puertas de una discoteca. La policía investiga los hechos. Resulta aventurado pronunciarse respecto a los motivos que llevaron a un grupo de personas a propinarle la paliza que acabó con su vida. La investigación se encuentra bajo secreto de sumario.

Hasta aquí la noticia, una más de las muchas que, por desgracia, aparecen con frecuencia en los medios de comunicación e inundan las redes sociales durante unos días para desaparecer después y, con el tiempo, quedar en el olvido. Pronto, otro suceso trágico reclamará nuestra atención. La prensa volverá a reservar un espacio en sus páginas para ocuparse del tema y, entre la información deportiva, el repunte de la COVID y las pequeñas disputas políticas del momento, lo convertirá de nuevo en noticia de primera. Los ciudadanos y ciudadanas de a pie, conmocionados, colgaremos en nuestras cuentas de twiter, facebook y otras, banderas arco iris, lazos negros, o velas encendidas, y esperaremos con el corazón encogido, impotentes, la próxima víctima, el siguiente delito. Sean bienvenidas todas las muestras de rechazo, solidaridad y exigencia de responsabilidad. Son necesarias, el silencio podría interpretarse como señal de indiferencia, un aval al fanatismo y la intolerancia, el plácet definitivo para que personas vulnerables acabaran siendo víctimas.

Pero hablamos del odio, un sentimiento que inspira todos y cada uno de los incidentes y delitos que se producen relacionados con episodios de homofobia, violencia machista, xenofobia, racismo y otros, según el informe Raxen 2020 que el servicio de noticias de Movimiento contra la intolerancia publicó el pasado mes de junio. Un sentimiento repugnante, altamente contagioso, fácilmente manipulable, que se transmite sin control entre la población, que infecta, pervierte y arruina vidas e instituciones. Una amenaza para el desarrollo y consolidación de valores que una sociedad como la nuestra, que se dice democrática, necesita, para facilitar la convivencia y alcanzar un nivel deseable de estabilidad social. Y para acabar con él, todas esas muestras de apoyo, insisto, imprescindibles, se antojan insuficientes.

¿Cómo combatir, entonces, el odio?, ¿cómo acabar con ese discurso de odio tan extendido y, aparentemente, tan peligrosamente normalizado en diferentes sectores clave de nuestro país como la política, los medios de comunicación, o la justicia?

Puesto que nadie nace odiando, sino que se aprende a odiar, quienes creemos en el poder curativo y preventivo de la educación apostamos por ella como la opción más segura, aunque, por desgracia, sus efectos no sean inmediatos. Para asegurar el éxito de esta alternativa se precisaría la colaboración de toda la sociedad (“para educar a una persona se necesita la tribu entera”, reza un proverbio africano), y sería imprescindible que sus propuestas de actuación tuvieran carácter global y alcanzaran a todos y cada uno de los ámbitos que la conforman: administración e instituciones públicas, empresas, medios de comunicación, etc. Un reto sin duda extraordinario que merecería la pena explorar. Mientras tanto, reformas legales y justicia. Resulta imprescindible que los políticos hagan su trabajo, que legislen y se posicionen frente a los discursos de odio y los combatan. Y que la justicia sea justa. No podemos aceptar que, parapetados en la defensa de la libertad de expresión, representantes de determinados partidos políticos, auténticos odiadores profesionales, que no respetan la libertad de los demás, difundan un discurso de odio plagado de medias verdades, mentiras evidentes e incitaciones continuas a la discriminación, la violencia y la falta de respeto al honor y la dignidad de personas y colectivos. Ni podemos admitir que algunos jueces y fiscales entiendan que la misma libertad de expresión que asiste a todas las personas por igual comporte decisiones y consecuencias legales diferentes, según la posición social o en su caso, las ideas de la persona o institución que se juzga.

Negar los derechos de los demás no es libertad de expresión. Discriminar a quienes piensan, sienten o se ven diferentes no es libertad de expresión. Elaborar y difundir un discurso de odio basado en prejuicios vergonzosos y estereotipos imposibles de defender, para negar el derecho a existir del semejante, del otro, no es libertad de expresión. En una sociedad decente, verdaderamente democrática, tolerante y libre, con cuya construcción deberíamos comprometernos de manera activa, militante, sin más demora ni excusas, todos y todas somos los otros.

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