Nico Marco, concejal de Deporte y Salud del Ajuntamiento de Llíria
El diccionario de la Real Academia define la palabra democracia como la “forma de sociedad que reconoce y respeta como valores esenciales la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley”.
Ante esta definición, creo que ya hace tiempo que debemos preguntarnos si de verdad vivimos en una democracia. Y, en el caso de que contestemos afirmativamente (aunque sea con matices), también hay que preguntarse si no correrá peligro ahora mismo. Para mí está claro, la respuesta es que sí: la democracia está en serio peligro. Y no solo en España, en todo el mundo, pero ahora hemos de centrarnos en la situación de aquí.
Volviendo a la definición, vemos que hay tres conceptos clave: libertad, igualdad y ley. Hablar de las dos primeras llevaría a serias disquisiciones filosóficas y sería muy largo, así que centrémonos en el tercer concepto: todos hemos de someternos a la ley. Y trabajar para cambiar las leyes que nos parezcan injustas, que desde luego las hay. Hay otra ley que está incluso por encima del ordenamiento jurídico, la que en la historia de la filosofía y del derecho se ha dado en llamar ley natural: el “dictamen de la recta razón que prescribe lo que se ha de hacer o lo que debe omitirse”, según el diccionario. Vamos, algo muy parecido a lo que en román paladino llamamos “sentido común”, aunque últimamente parece que cada vez es más acertado aquello de que “es el menos común de los sentidos”. La ley natural es la que permite ver las injusticias al común de los mortales: no somos juristas, no conocemos las leyes, pero sabemos distinguir lo que está bien de lo que está mal dentro de un margen más o menos razonable. O sabíamos, debería decir…
De un tiempo a esta parte (dos o tres décadas diría yo) parece que algunos políticos tienen la conciencia muy laxa a la hora de que su “recta razón” les diga qué se puede hacer y qué no. La derecha y sus medios, siguiendo al sr. Aznar y a su gurú Miguel Ángel Rodríguez entre otros, empezaron a pensar que crispar el ambiente les beneficiaría políticamente y actuaron en consecuencia (con lógica pero sin ética) empezando a traspasar límites que nunca se habían traspasado en nuestra joven democracia. Algunos políticos de izquierda stambién han entrado al trapo en todo este tiempo, de manera que hoy en día parece que insultar y acosar al adversario político es lo más normal del mundo. Pero no lo es, no lo debe de ser. No deberíamos de haber permitido eso, pero ya estamos ahí hace tiempo, lo hemos casi normalizado. Un ejemplo muy reciente y cercano: en el pleno del estado de la ciudad de Llíria celebrado el pasado 25 de marzo, la señora Mazzolari nos dijo a la cara y sin inmutarse que éramos “un gobierno a lo Putin”. Y nadie, hasta ahora, ha dicho nada al respecto. Pues yo no me callo: me parece un insulto muy grave por el que algún día deberá pedirnos disculpas. Si siguiéramos la recomendación del gurú de su partido antes mencionado, deberíamos responder a cada insulto con dos. Yo desde luego no lo voy a hacer, no soy nada fan del sr. Rodríguez; lo soy mucho más de Jesús de Nazaret, prefiero poner la otra mejilla. Pero que no se entienda mal, poner la otra mejilla no es el acto servil de un borrego; al contrario, es un acto valiente para hacer ver su error al que te ha golpeado, es hablar sin alzar la voz, sin insultar, pero denunciando firmemente la injusticia del golpe, como estoy haciendo ahora…
Hablando de golpes, dice el periodista Manuel Rico que hace tiempo que se está perpetrando en España un “golpe de estado suave”. Estoy de acuerdo. La verdad es que poco hay que añadir a todo lo que él dice. Tan solo el hecho de negarse a renovar el CGPJ, con el mandato caducado cinco años y medio, ya es un golpe de estado en sí mismo que viene perpetrando el PP todo este tiempo, porque en la práctica supone el secuestro de una institución clave para el buen funcionamiento del Estado de derecho.
Y encima todo lo demás… ¡Se están traspasando todos los límites! Mejor dicho, están traspasando todos los límites, la frase no puede ser impersonal, tiene un sujeto bien claro, lo que se ha dado en llamar la derecha extrema y la extrema derecha:los supuestos medios de comunicación que se dedican a tergiversar lo que haga falta (en el mejor de los casos) para arrimar el ascua a su sardina. Y quienes les alimentan (con dinero público muchas veces, por cierto). Y algunas togas que huelen casi más a prevaricato que a caspa y a naftalina…En fin, todos los que siguen ciegamente a personajes como los mencionados arriba pensando que cualquier cosa vale con tal de conseguir sus objetivos políticos. Que pueden ser muy legítimos, no lo niego, pero nada es tan legítimo como para justificar su consecución a cualquier precio.
Y si ese precio es deshumanizarse, no debería pagarse. No se pueden cruzar ciertos límites. A veces pensamos que quienes están en la cumbre, sea en el ámbito que sea, son una especie de robots a quienes podemos exigirles todo. En el deporte, por ejemplo. Y también en la política. Hemos normalizado cualquier barrabasada con el falaz argumento de que todo “entra en el cargo”. Y no todo puede ir en el cargo, los políticos son también personas. Por muy presidente del gobierno que sea, Pedro Sánchez también es una persona. Y, como tal, quiere a su familia y tiene derecho a protegerla. Al final, ha llegado a un punto en que no ha podido más y ha estallado.
Y ese estallido ha servido para que su problema personal destape el problema de todos. En última instancia, esto no va del problema personal de Pedro Sánchez, esto va de que está en riesgo la democracia. Hace unos meses las derechas se manifestaban diciendo que el nuevo gobierno y la ley de amnistía se iban a cargar la democracia. Reconozco que Puigdemont no me gusta ni un pelo (ver mi artículo de octubre, Nosaltres els valencians), pero ni el gobierno ni la amnistía pueden cargarse la democracia, porque todo se hizo, se está haciendo, siguiendo las reglas del juego. Y si hay alguna que no se siga, para eso está el Tribunal Constitucional que al final pondrá a cada uno en su sitio. Sin embargo, el linchamiento al que se está sometiendo a la esposa del presidente (como antes a Mónica Oltra o a Pablo Iglesias, etc.) se salta todos los límites, sobre todo los morales.
Pienso que todo esto nos ha de servir para iniciar un serio debate sobre la naturaleza y los límites de nuestra democracia. Hemos de defenderla, pero también con límites. A nadie se le puede pedir que sea un héroe, ni siquiera al presidente del gobierno. Si decide dejar el cargo, lo entenderé y lo respetaré, por supuesto, porque está en su derecho de poner por delante a su familia, jamás criticaré a quien actúe por amor. Pero claro, yo prefiero que no dimita. Lo preferiría incluso aunque fuese el peor presidente de la historia (que por supuesto no lo es, ese llevaba bigote), porque su dimisión supondría una victoria (aunque fuera momentánea, pero que sí les daría muchas alas) para la gentuza que ha llevado adelante todas esas campañas de acoso y derribo, de crispación a lo bestia, que se han ido sucediendo con los años hasta llegar a la situación actual.
Pese a todas las cábalas que ahora hacemos, lo que haga o deje de hacer el presidente no es lo más importante. Lo más importante es salvar la democracia. Nadie, ni él, es imprescindible. Prefiero que no dimita, pero le entiendo. Si yo fuera él, encabezaría las listas a las elecciones europeas para substituir en octubre a Vonder Leyen. Así revitalizaría y lideraría a toda la izquierda europea y dejaría al frente de España a la vicepresidenta, porque sigue siendo posible otra investidura, ninguno de los que la apoyaron puede “vender” a su electorado el permitir que entre a gobernar la ultraderecha.
Pero más que elucubrar, pienso que lo que nos toca es seguir trabajando, pase lo que pase, para cuidar nuestra querida democracia, que está muy acatarrada. O más bien con alergia a la naftalina, tal vez habría que airear las togas…